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Un país partido al medio

Por Carlos Pagni

Por tercera vez en poco más de siete meses, el kirchnerismo debió afrontar anoche una gran movilización de protesta. En la Capital Federal y en las principales ciudades del resto del país se expresó de nuevo un inquietante estado de desasosiego. Inquietante por su profundidad. E inquietante por su forma de expresión: la irrupción callejera de cientos de miles de ciudadanos que se convocaron a sí mismos.

Por su propia naturaleza, el cacerolazo impide identificar con precisión las razones que lo promueven. Sólo se pueden conjeturar algunas motivaciones. La más relevante tal vez sea la menos tangible. El diálogo entre el Gobierno y una parte significativa de la opinión pública está roto por un conflicto ideológico.
Su expresión más evidente es la reforma judicial que se apresta a sancionar en estos días el Congreso.
Imponente vista de la Plaza de Mayo, anoche, desde el edificio del gobierno porteño, sobre la calle Bolívar. Foto: LA NACION / Rodrigo NéspoloA diferencia de la reglamentación del Consejo de la Magistratura y de la reducción del número de miembros de la Corte Suprema, que Cristina Kirchner lideró en el año 2006, esta modificación no es presentada como un intento de perfeccionar el orden republicano. Su propósito es sustituir ese orden por uno nuevo. En vez de fortalecer los dispositivos contra-mayoritarios, de los cuales el decisivo es un Poder Judicial independiente del Poder Ejecutivo, se planea abolirlos. Y ese objetivo es manifiesto. La diputada Diana Conti defendió la tesis de que las mayorías tienen derecho a dominar los tres poderes del Estado. Este proyecto supone el distanciamiento de un conjunto de valores y discursos en el que se asentaba una interpretación común de la vida pública.

Esa ruptura acaso no sea el móvil más palpable de la protesta de anoche. Pero está en su raíz. A las gigantescas marchas que se realizaron el 13-S y el 8-N para reclamar a la Casa Rosada que reconozca un límite, el kirchnerismo respondió con un cambio de reglas pensado para asegurar dos cometidos: el control total de la Justicia por parte de la Presidenta, y una colonización más audaz de la esfera individual por parte del Estado. No sorprende, entonces, que el cacerolazo se trasladara anoche desde la Casa Rosada hasta el Congreso, donde un oficialismo encapsulado en su agenda sancionaba esa reforma.
Esta respuesta a las protestas anteriores indica un déficit de sensibilidad frente al humor social que en la Presidenta tuvo otros síntomas. Por culpa de esa anestesia demoró varios días en advertir la conmoción colectiva de la elección de un papa argentino.
Esa pérdida de receptividad hace juego con una economía que, sin necesidad de colapsar, exhibe su agotamiento. La escalada de la inflación, el estancamiento, las dificultades energéticas, la presión sobre el dólar y la crisis de la infraestructura ya no son el pronóstico de los especialistas, sino la consecuencia cotidiana de un ajuste del que se terminó haciendo cargo la propia realidad.

Este contexto imprimió a la protesta de ayer una doble peculiaridad respecto de las anteriores. Por un lado, la corrupción se convirtió en el motivo principal de indignación. El folklore típico de los cacerolazos estuvo dominado esta vez por las más variadas e imaginativas referencias a la riqueza de los Kirchner y sus insólitos gerentes financieros. “Lázaro Báez se nos transformó en Lázaro Costa”, ironizó un dirigente oficialista anoche.

Por otro lado, los blancos habituales del enojo de quienes no simpatizan con el Gobierno -con Moreno, Boudou y Aníbal Fernández a la cabeza- pasaron a un segundo plano. La señora de Kirchner ocupó el centro de la escena y atrajo hacia sí, como un pararrayos, la indignación callejera. Penurias del hiperpresidencialismo.
El malestar de anoche indica que, para una parte importante de la sociedad, el ciclo kirchnerista atraviesa su definitiva fase descendente. El método con el que ese malestar sale a la luz revela que la oposición sigue sin convertirse en un canal de representación. Detrás de esta ambivalencia palpita la principal patología de la política nacional: el desequilibrio de poder.

Ese desbalance quedó registrado en las elecciones de 2011. No porque la Presidenta obtuviera el 54% de los votos, sino porque quien la secundó sólo consiguió el 17%. La brecha de 37 puntos entre uno y otro alimenta los cacerolazos. Emergen de ese hueco. El kirchnerismo sabe que su principal activo es esa fragilidad opositora. Es la razón por la cual no se mueve como si hubiera sacado el 54, sino el 83% de los votos. Es decir, sin registrar que un 46% del electorado prefería reemplazar a Cristina Kirchner.
El enfado de los que salen a la calle se inspira también en esta desproporción, que el oficialismo pretende mantener. ¿Qué posibilidades existen de que la desazón cacerolera encuentre este año una representación orgánica?


En términos territoriales, la distribución del poder promete ser más equilibrada de lo que podría suponerse a primera vista. Es probable que los candidatos identificados con el Gobierno ganen en el norte del país. El panorama patagónico es más incierto. El kirchnerismo soporta disidencias riesgosas en todos los distritos del Sur, empezando por el suyo: Santa Cruz. Mendoza, Córdoba, Santa Fe y la Capital Federal, además, le son adversas.

La supervivencia del experimento Kirchner depende, por lo tanto, del resultado de la provincia de Buenos Aires. El Gobierno necesita un elevado número de votos que sólo conseguirá unificando el frente interno. La disputa sucesoria con Daniel Scioli es, aquí, el límite. Por otra parte -tal vez importe más que lo anterior-, debe mantener una gran distancia con sus competidores. Hasta ahora los rivales de la Presidenta trabajan para ella. A diferencia de lo que sucede en la Capital Federal, donde la Coalición Cívica, el radicalismo y el FAP pactaron un frente electoral, la oposición bonaerense sigue pulverizada.

Mauricio Macri y Francisco De Narváez están lejos de producir la síntesis que, para esta instancia del proceso electoral, habían logrado en 2009. Anteayer se encontraron para fotografiarse con el resto de la oposición, pero no se saludaron. Ocurre todas las mañanas: comparten el gimnasio, pero no se conceden ni el buen día.
Macri sigue sometido a la tutoría de Jaime Durán Barba y Marcos Peña, quienes lo convencen de que sólo hay que intervenir en las elecciones que se ganan. El último consejo es declarar su prescindencia en la provincia y, en el último minuto, respaldar a De Narváez, por compromiso. Quienes en Pro deben defender posiciones territoriales -Jorge Macri, Gustavo Posse o Jesús Cariglino- no esperaron instrucciones: ya acordaron con De Narváez.

Además, este diputado tampoco cree que un pacto sea imprescindible. Supone que con sólo salir segundo en las primarias se beneficiará de la polarización extrema del electorado. El slogan “ella o vos” se transformará en un más sincero “ella o yo”. De Narváez construye esta hipótesis sobre un dato: en una encuesta de 3000 casos realizada en La Matanza, obtuvo una intención de voto de 19,5%; Alicia Kirchner apareció con 13%, y el intendente Fernando Espinoza, con 10%. El sondeo presenta dos fenómenos importantes. Primero, que la cuñada de la Presidenta no remontó vuelo. Segundo, que Sergio Massa aparece primero, con 21% de las preferencias. Del enigmático juego del intendente de Tigre sigue dependiendo buena parte de la ecuación bonaerense. De Narváez cree que si Massa no interviene en el torneo, él puede repetir un 2009: aprovechar el clima que se puso de manifiesto ayer para ganar la elección.

En el campo no peronista se da la misma dispersión. Dirigentes relevantes del GEN, de Margarita Stolbizer, razonan así: “Solos, hoy sacaríamos alrededor del 15%. Con los radicales, subiríamos a 16%, pero entregando media lista. ¿Cuál es el negocio?”

La estrategia que domina en ambos campos está enfocada a conseguir el mayor número de bancas posible. No a construir una opción al kirchnerismo. Esta tarea supondría proyectar un liderazgo, organizar una maquinaria electoral y, sobre todo, elaborar un relato alternativo. Es decir, un discurso que no se agote en la disidencia respecto de la política oficial. Es lo que hizo la Alianza entre 1997 y 1999. Es lo que hicieron los Kirchner, ya en el poder, entre 2003 y 2005. Es lo que están haciendo las fuerzas venezolanas que sostienen a Capriles.

La parálisis de la dirigencia no kirchnerista para encarar esa construcción es la otra cara de los cacerolazos. Y explica como ningún otro factor la pastosa perplejidad de este presente. La paradoja de un gobierno que está, tal vez, para perder, frente a una oposición que todavía no está para ganar.



Fuente: La Nación